viernes, 9 de febrero de 2007

EVALUACIÓN DE PROYECTOS PARTICIPATIVOS DE INTERVENCIÓN: CONSIDERACIONES TEÓRICAS: Evaluación participativa: Un enfoque construccionista

NOTA:
Citar como: Karen Cronick (2007). "LA EVALUACIÓN PARTICIPATIVA: UN ENFOQUE CONSTRUCCIONISTA". CAPÍTULO II. TRABAJO DE ASCENSO PRESENTADO ANTE LA FACULTAD DE HUMANIDADES Y EDUCACIÓN EN LA UNIVERSIDAD CENTRAL DE VENEZUELA



I. INTRODUCCIÓN GENERAL AL TEMA

Este capítulo tiene que ver con la necesidad de elaborar modelos de evaluación capaces de estimar lo apropiado, efectivo y ético de las evaluaciones psicosociales participativas. En mi análisis seguiré muy de cerca la crítica de la evaluación que Guba y Lincoln (1989) emplearon en su libro “La evaluación de la cuarta generación,” (Fourth Generation Evaluation) y ciertas nociones sobre la Intervención-Acción-Participativa (IAP) (Fals-Borda, 1978, 1992, 2001; Park, 1992, 2001, Reason & Bradbury, 2001).

La dirección general de esta revisión es mía. Me preocupo, bajo el rublo genérico de consideraciones teóricas relacionadas con la evaluación, por el problema de los valores en la evaluación. Considero que la participación, la potenciación y la problematización son valores importantes para los facilitadores cuando se reúnen con las demás personas involucradas (PI) en un proyecto de cambio social. En lo que sigue, intentaré ubicarlos dentro del contexto de la evaluación formal de programas sociales según el siguiente esquema:

a) Una introducción general al tema en que se presenta un contexto histórico y conceptual de la evaluación participativa (EP).
b) Una sección dedicada a una exploración de los procesos y valores en la indagación psicosocial y comunitaria: la participación, la potenciación y la problematización en que la naturaleza interventiva de la evaluación participativa es explorada.
c) Una consideración de algunos aspectos facilitativos de la evaluación en que se comparan por un lado, la educación y la potenciación sistemáticas de las construcciones sociales colectivas (Guba y Lincoln, 1989, Lincoln, 2001) y por el otro, la intervención cíclica de la IAP.
d) Una sección de reflexiones finales en que se examinan brevemente algunos de los temas que la evaluación participativa plantea para el futuro.
1.1. Evaluaciones tradicionales y evaluaciones participativas

Los métodos tradicionales de evaluación social (ES) no constituyen instrumentos adecuados para estimar los méritos de programas participativos de intervención. Estos métodos normalmente se limitan a determinar el grado en que se han logrado las metas de un programa de intervención psicosocial y dichas metas no proceden necesariamente de las reflexiones de todas las personas afectadas por los programas. Los administradores de los programas elaboran los objetivos fundamentándolos en sus propias interpretaciones de las necesidades de los usuarios. En los primeros intentos de evaluar los programas, no se cuestionaba el programa en sí, sino la capacidad de los usuarios para beneficiarse de él. El ejemplo más conocido (usado casi sin modificación hoy en día) es la evaluación escolar: el proceso de evaluación normalmente se reduce a una estimación estereotipada del desempeño individual del alumno o la alumna con relación a determinadas destrezas o conocimientos, pero la competencia del sistema educativo, de los programas de estudio y de los profesores no se cuestionan. Peor aún, con frecuencia los propósitos de la educación formal y sus valores no son siquiera elaborados de manera explícita. Freire (1942, 1972a, 1972b) discutió algo de este problema cuando acuño la frase “la educación bancaria” donde un propósito importante de la educación es lograr disciplina e iniciación ideológica.

El diseño de la evaluación tradicional sigue parámetros “científicos”, a menudo empleando “variables” tal como se hace en un estudio estadístico o en un experimento. El propósito de las evaluaciones “científicas” es obtener datos (verificados) que puedan ser utilizados en la formulación de juicios sobre la efectividad, honradez, eficacia y conveniencia de un programa social, de una acción colectiva o del desempeño de los individuos evaluados. Los programas son actividades más o menos coordinadas en torno a los objetivos estipulados por los administradores del plan de intervención. Los objetivos son condiciones consideradas por dichos administradores y otros como deseables, que se pretenden lograr mediante las estrategias del programa.

En una evaluación del desempeño de una unidad médica de obstetricia y pediatría en un hospital público, los administradores podrían interpretar sus metas como: a) asistir y atender a las parturientas, b) diagnosticar y tratar los problemas de los niños recién nacidos, c) diagnosticar y tratar los problemas de los niños hasta la adolescencia, d) dar los medicamentos y manejar los equipos médicos, y así sucesivamente. Estas metas incorporan lo que los administradores del programa en cuestión consideran importante en una unidad médica de este tipo, pero puede haber otros aspectos que los usuarios de los programas y otros grupos interesados añadirían si tuvieran la posibilidad de hacerlo, por ejemplo, detectar y describir lo que los usuarios del servicio médico consideran sus problemas de salud, promover programas preventivos (como la estimulación precoz para lactantes), evaluar y emplear plantas medicinales locales para el control de enfermedades e incorporar a los usuarios en la toma de decisiones con respecto a la unidad médica.

Quienes juzgan programas de intervención comenzaron a cuestionar la restricción de los objetivos de las evaluaciones (sólo en términos de las metas declaradas de los programas a evaluar) después de los años 70 y 80 del Siglo XX, (Ver Guba y Lincoln, 1989). Estos esfuerzos tuvieron como fruto intentos de introducir procesos más ágiles en la mecánica de administrar los programas de intervención. Pero sólo después de la llegada del libro de Guba y Lincoln (1989) comenzaron a promover la participación activa de todos los participantes De hecho, después de esta fecha el término “stakeholders” o personas involucradas” (PI) comienza a aparecer en los nuevos modelos evaluativos señalando una nueva conciencia entre quienes están activos en tareas de evaluación en general.

Con el auge de intervenciones participativas hace falta desarrollar modelos evaluativos apropiados (Ver Lincoln, 2001). Bajo la mirada de una ética participativa existiría un compromiso mutuo entre todos los participantes para desarrollar un proceso que responda a la voluntad colectiva y que contribuya al desarrollo psicosocial, económico y político de todos los PI (incluyendo los llamados “excluidos” o “víctimas” o las personas que quedan perjudicadas de alguna manera por el programa). Una evaluación participativa debería consistir en un proceso crítico y dinámico, capaz no sólo de responder a situaciones cambiantes, sino también de aumentar la capacidad de los integrantes para lograr (o modificar) sus propósitos.

II. PROCESOS Y VALORES EN LA INDAGACIÓN PSICOSOCIAL Y COMUNITARIA: PARTICIPACIÓN, POTENCIACIÓN Y PROBLEMATIZACIÓN

Todo proceso interventivo y evaluativo está fundamentado en valores aun cuando éstos no sean reconocidos como tales. Por ejemplo, Prilleltensky (2001) habla de la autogestión, salud, crecimiento personal, justicia social, apoyo a las estructuras comunitarias, respeto a la diversidad, colaboración, y participación democrática como valores fundamentales de la psicología comunitaria. Rappaport (1977, 1981) promueve los procesos de participación y potenciación y señala a la “igualdad” y la “diferencia” como valores fundamentales que los respaldan.

Cuando se fijan los indicadores cuantitativos de cambio relacionados con un programa social, tal como nivel de ingresos, calorías consumidas, calificaciones escolares o meses de empleo remunerado y productivo, los valores de los interventores y evaluadores son evidentes. Podemos preguntar ¿bajo qué criterio absoluto puede establecerse un nivel apropiado y satisfactorio de ingresos monetarios? El nivel apropiado será siempre un criterio subjetivo que proviene de una autoridad o un colectivo como resultado de un proceso social de negociación y acuerdos.

Según Rappaport (1977), el “derecho a la igualdad” es una garantía de acceso a los recursos materiales, sociales y psicológicos que la sociedad ofrece, esto es, a la educación, al uso del sistema jurídico, al cuidado médico, a viviendas adecuadas, a vecindarios seguros, a una recreación sana, a la posibilidad de crear y disfrutar de una vida provechosa en familia y así sucesivamente. Este derecho debería extenderse a todas las personas en una comunidad o sociedad, y en el caso de los programas de intervención y evaluación participativa, esta garantía tiene que ver con los propósitos del programa y las necesidades de los usuarios de éste, tal como éstos los valoran.

El derecho a la diferencia es un valor de la “alteridad del Otro" (Bernstein, 1991, p. 22). Tiene que ver con el reconocimiento de la intersubjetividad, aun en condiciones de lo inconmensurable (es decir, lo que ocurre cuando no puedo entender a mis semejantes porque sustentan valores muy distintos a los míos). Se trata de la posibilidad de poder reconocer la pluralidad de la condición humana, y también, la capacidad que tiene el Otro de disponer de pensamiento, lenguaje y capacidad para la acción racional. En términos prácticos, este reconocimiento pone límites a la posibilidad de negociar las diferencias y lograr acuerdos. El derecho a la diferencia es el reconocimiento de la individualidad fundamental de las personas involucradas en un proyecto de cambio, y constituye el respeto a la particularidad no-negociable del otro como ser pensante. Entonces, como evaluadores, estamos en el deber de reconocer y respetar las diferencias étnicas, religiosas, de género, de orientación sexual, de afiliación política y así sucesivamente entre todos los participantes.

2.1. La Participación

La participación es tal vez el pilar primordial de la Evaluación Participativa (EP), se puede decir que constituye un valor en si. Los nuevos modelos de evaluación incorporan a los evaluadores como participantes, y en cierto grado como personas involucradas, aunque sus funciones sean temporales dentro del programa que evalúan. Entre sus funciones podemos mencionar la facilitación de la participación y la potenciación de la praxis de los participantes.

Dabas (1993, p. 147-149) caracteriza varias modalidades de participación:
a) La gestión institucional “con” participación comunitaria: Es una modalidad desarrollada por una institución (gubernamental o no gubernamental) que promueve la participación de la comunidad en una o varias fases de un proyecto de cambio. Dice Dabas que esta modalidad puede entenderse con relación a la necesidad que tiene la agencia de acercarse a interlocutores que garanticen la elaboración de un proyecto adecuado. La institución adopta un rol privilegiado y, a veces, paternalista. Los representantes de la institución controlan los conocimientos y tienen un papel preponderante en las decisiones que se toman.
b) La cogestión institucional-comunitaria: La organización comunitaria participa en igualdad de condiciones con la institución (gubernamental o no) en el desarrollo del programa de cambio. El grupo técnico tiene el papel de asesorar la toma de decisiones de los involucrados. Si este grupo pertenece a la institución, sus intereses pueden ser contrapuestos a los de la comunidad. Además, como bien señala Dabas, debido a que en este caso la comunidad participa en igualdad de condiciones, ésta puede sentirse “invadida” por los asesores, lo cual puede generar tensiones, presiones y aun sospechas que obstaculizan el desarrollo del proyecto.
c) La autogestión comunitaria asistida: Es un modelo que implica que la programación, ejecución y evaluación de las tareas son desarrolladas por la misma comunidad con el apoyo de un equipo de evaluadores. El rol del equipo es potenciar la capacidad de gestión de la comunidad. El poder de decisión reside en la comunidad misma.

En este último modelo, los facilitadores tienen la tarea de generar un ambiente de aprendizaje en que los miembros de la comunidad puedan formarse en la capacidad de tomar decisiones que no sólo representen la voluntad de la mayoría de sus miembros. La tarea incluye también la adquisición de la información y las herramientas necesarias para poder cumplir con los cometidos propuestos. En este proceso los facilitadores deben poner de manifiesto los obstáculos que puedan presentarse.

Las razones que se dan para promover la participación son varias. Algunos teóricos, como Castells (1992), consideran que la participación es un medio para aumentar la satisfacción de los destinatarios de la planificación urbana, pero Rappaport (1977), Fals Borda (1959, 1979, 2001) y otros la han concebido como un método para la redistribución de poder en grupos empobrecidos en los procesos políticos. También Fals propone la participación como un medio para generar nuevas formas de conocimiento, donde el saber científico y el saber popular se juzgan a la luz de la experiencia práctica (praxis) para producir nuevos saberes.

El rol de los facilitadores en este caso es “diferenciado pero no privilegiado” (Dabas, p. 149). En este sentido, los miembros de la comunidad manifiestan sus necesidades, evalúan sus recursos y planifican sus acciones. Dabas (1993, p. 150) reúne tres procesos que se desarrollan en forma simultánea:

a) el proceso de transformación del espacio material y/o social,
b) el proceso de transformación de la praxis profesional y
c) el proceso de transformación de la praxis comunitaria.

Por su parte Sánchez (1999) menciona otras definiciones de participación:

a) “...la emisión de opiniones a encuestadores que pretenden conocer las percepciones de la gente sobre sus necesidades, aunque no tengan injerencia en los programas y soluciones desarrollados por los planificadores para satisfacerlas” (p. 24);
b) “el conocimiento y derecho de los usuarios a aprobar o no las opciones presentadas por los expertos, aun cuando las objeciones no impliquen la reformación total de la alternativa cuestionada” (p. 24);
c) “la aceptación de proyectos urbanos por parte de los planificadores bajo condiciones de presión de los líderes de un grupo o comunidad...” (p. 24);
d) “la forma mediante la cual los usuarios (de un proyecto de cambio social o ambiental) pueden asegurarse que sus necesidades y valores sí sean tomados en cuenta en la planificación” (p. 25);
e) “diseño participativo” en que todos los participantes (incluyendo tanto las personas afectadas como los planificadores) puedan incorporar constructos en el diseño del programa. “Es una relación de interacción en la que usuario y planificador confrontan sus puntos de vista, aprenden sus lenguajes y la validez de sus posiciones” (énfasis del autor, p. 25-26);
f) el respeto para la “autonomía que la comunidad debe mantener con relación al agente gubernamental para poder hacer sus escogencias o proponer alternativas...” (p. 26).
Podemos resumir las diferentes nociones sobre la participación en términos de la distribución del poder relativo de todos los involucrados en un programa de cambio social o ambiental. La participación tiene que ver con la injerencia que las diferentes agrupaciones de personas tienen en la toma de decisiones respecto a los procesos que afectan sus vidas y su entorno.

Por otro lado, la participación es un proceso aprendido. Sánchez (1999, p. 32) enfatiza que es: “un proceso educativo no formal, que se desarrolla en las relaciones interpersonales que se establecen durante la participación”. No se trata de un lección fácil como aclara a continuación:
“...la participación no es un estado estable sino un proceso constituido en varios momentos, durante los cuales los sujetos involucrados se forman y forman a otros en el manejo de conocimientos y destrezas que dependen de la naturaleza de la experiencia participativa” (p. 34).

El mismo autor dice que la participación es un proceso que se construye socialmente como concepto. Por esta razón añade algunos componentes adicionales que a veces aparecen en conexión con esta noción:

1. La reflexión: Es un proceso por medio del cual “se examinan críticamente las insatisfacciones, los conflictos, los procedimientos de acción adoptados, la responsabilidad de los diversos actores involucrados, los logros obtenidos y se llega a otros niveles de construcción sobre la participación misma...” (p. 240).
2. El papel de los técnicos: El técnico es un “Otro”, un participante más con otras características.
3. El nivel organizativo: La participación está ligada al esquema organizativo que incluye el liderazgo, las metas del proyecto colectivo, las entidades de apoyo, el clima comunitario y elementos como “la lucha” o el esfuerzo general (p. 243).

La participación ha sido llamada por Montero (1996, p. 8) una relación de “transformación mutua” e involucra:

a) la actuación conjunta de un grupo que comparte los mismos objetivos e intereses,
b) un proceso que reúne al mismo tiempo aprendizaje y enseñanza,
c) una acción concienciadora y socializante,
d) la co-relación, que se refiere no sólo a la acción física, sino además a aportes de ideas, de recursos materiales y espirituales,
e) la organización, dirección, ejecución y toma de decisiones compartidas o aceptadas por quienes forman el grupo involucrado,
f) la generación de formas de comunicación horizontal,
g) la solidaridad e intercambio,
h) los diversos grados de compromiso.

Montero (1997), Perdomo (1988) y González (1998) han examinado algunos problemas relacionados con la facilitación participativa. Entre ellos mencionan: a) agendas ocultas en donde el facilitador no manifiesta todos los objetivos que quiere lograr; b) planteamientos de parte del interventor que no tienen que ver con lo que el grupo está discutiendo en un momento dado, c) una actitud menos relacionada con la investigación y la facilitación, y más vinculada con el activismo político y d) el uso dogmático de la participación “que impide la comunicación que conduce al aprendizaje” (González, 1998, p. 27).

Sin embargo, es difícil separar la facilitación que involucra la conciencia política del activismo. Hall y McGinty (1977) y Crowther y Shaw (1977) han tratado este tema; éstos últimos dicen que la ambigüedad del término “participación” es útil en la promoción del cambio social. En realidad no hay como separar proselitismo de problematización y potenciación de manera definitiva. No hay duda que la implementación de procesos de potenciación entre miembros comunitarios tiene visos socráticos de guiar a los participantes, no sólo hacia conocimientos que “siempre sabían” (en el sentido ideológico de Freire), sino en la dirección deseada por el facilitador. Pienso que normalmente esta tendencia no constituye un problema, sobre todo si la facilitación incluye la abertura de debates y aumenta constantemente la radio participativa de las PI. Aun en casos de facilitación impecables, cuando el facilitador insta a los miembros de una comunidad a formar grupos democráticos, a aprender destrezas y a tomar decisiones responsables, está promoviendo su propia ideología. De hecho Crowther y Shaw (1977) dicen:

”El discurso del desarrollo comunitario... imprime un valor moral a la participación, etiquetando a quienes no participan como “apáticos” (p. 273).

Creo que puedo definir la facilitación participativa en términos de poder: el agente de cambio tiene como rol trabajar en la detección de potencialidades y de auspiciarlas, no como quien dirige los cambios, sino como un factor en la adquisición del poder a sus miembros. A veces el grupo requiere asesoría especial, especialmente cuando los temas tratados tienen aspectos técnicos que los miembros no entienden, o cuando precisan clarificaciones sobre los efectos inesperados de los proyectos propuestos. La satisfacción de algunas necesidades psico-sociales y ambientales puede conducir a consecuencias que empeorarán la situación de los participantes. El ejemplo trágico que confronta la humanidad actualmente del calentamiento global es ilustrativo de esta preocupación. El “desarrollo” económico e industrial, que tenía por objetivo producir bienestar económico, ha conducido a la sobreproducción de dióxido de carbono en la atmósfera. Ahora la humanidad tiene que redefinir el concepto de desarrollo, pero junto con los científicos, ecologistas, ingenieros y economistas, para producir soluciones viables. El sentido común no basta ya para encontrar soluciones adecuadas y los participantes, que somos todos los pobladores del planeta, necesitamos ayuda de los “expertos”. Sabemos que hay que limitar el uso de los combustibles fósiles, pero ¿cómo hacerlo? ¿Inventar nuevos medios de transporte? ¿Usar medios alternos de energía? ¿Construir reactores nucleares? En el futuro se hará falta examinar muy cuidadosamente las consecuencias de nuestras acciones colectivas.

2.2. La potenciación como una meta práctica de la facilitación

En el capítulo anterior consideré la potenciación desde el punto de vista de la elaboración de construcciones sociales que pueden articularse como necesidades. Es decir, mi preocupación principal tenía que ver con la facilitación de construcciones siempre más elaboradas, inclusivas y cultas. Por esta razón intenté discriminar entre los distintos tipos de necesidades que contribuyen al desarrollo de evaluaciones significativas. En este capítulo quisiera dirigirme a aspectos del tema más relacionados con el manejo del poder y los recursos sociales.

Este tópico es importante para mi examen de las EP, porque las reflexiones sobre el poder deben entrar en los debates que las personas interesadas llevan a cabo en búsqueda de soluciones a sus problemas. Si la IAP y otras formas de intervención psicosocial tienen entre sus metas el desarrollo de la distribución más equitativa de recursos, entonces es imprescindible tener una idea clara de cómo lograrla.


Cuando en los Estados Unidos, en los años 60 y 70, la Psicología Comunitaria (PC) surgió a partir de la Psicología Social y la Psicología Clínica, lo hizo con el compromiso de trabajar en la reducción de la pobreza y el conflicto social. Hubo, además, interés en incorporar reflexiones críticas sobre el papel de la ideología en esta disciplina y en analizar el efecto de consideraciones políticas sobre el quehacer profesional. El libro de Rappaport (1977) recogió estas preocupaciones, y más tarde en 1981, el mismo autor recomendó la “potenciación” como un recurso metodológico para reemplazar la noción de la prevención de patologías sociales e individuales. Rappaport consideró que la palabra “prevención” señala la identificación de un padecimiento social o personal que las PI o el facilitador conoce y que sabe evitar. “Potenciación” en cambio significa el desarrollo de una nueva manera de disponer de los recursos personales y sociales que les permite a las PI inventar maneras originales de vivir que no fueron previstas de antemano.

La capacidad que tiene un agente para controlar o determinar las acciones u opciones de otros agentes no es omnipotente. En este sentido, se puede dife¬renciar entre el "poder” y la "influencia”. El primero hace referencia al uso de la fuerza, intimidación o coerción, mientras que la "influencia” implica una situación en la cual los agentes se someten voluntariamente (Moscovici, 1979).

El poder se determina normalmente por el lugar que ocupa la persona respecto a la toma de decisiones, la ejecución de los resultados, la administración de castigos, el disfrute de los beneficios y el manejo de las redes de comunicación. Desde el punto de vista de quien no lo detenta, es importante generar alter¬nativas de acción: existen estrategias que pueden usar los grupos e individuos que están al margen del dominio en el sentido tradicional, así, es posible oponerse a decisiones en que uno no ha participado por medio de tácticas que hacen irrealizable su ejecu¬ción, por medio de protestas y por la generación de soluciones alternativas.

La influencia en cambio es el resultado de un proceso de deliberación en que los involucrados pactan para que los argumentos aceptables de todos sean incorporados en un planteamiento colectivo. Normalmente el proceso comienza con la producción de algunas proposiciones iniciales, sigue con un debate (más o menos amistoso) y termina con un acuerdo o un ajuste mutuo.

Se pueden establecer dos vertientes de la idea de “potenciación”, la estructural y la individual. La vertiente estructural enfoca al concepto desde planteamien¬tos grupales y en términos de modelos de interacción e inter¬vención. La vertiente individual considera al concepto desde el punto de vista de la persona, o de una colectividad de personas, con relación a consideraciones tales como la toma de conciencia, la autoesti¬ma, el saber popular, el sentido común, el arraigo. etc.

La potenciación tiene que ver con ”el incremento de recursos personales, interpersonales o políticos para que los individuos puedan tomar medidas para controlar y mejorar sus vidas” (Torres-Burgos y Serrano-García, 1997). Es, entonces, una estrategia orientada hacia el equilibrio de relaciones desiguales de poder. Al mismo tiempo es un proceso por medio del cual las personas incrementan sus recursos personales, interpersonales y políticos. Otros aspectos mencionados por estos autores son:

a) La potenciación está íntimamente ligada con el poder, el cual es una relación que resulta de la negociación entre individuos y, a su vez, de éstos con el ambiente social;
b) La potenciación supone la percepción subjetiva del control y el poder;
c) La potenciación supone la promoción de la igualdad económica y social;
d) La potenciación tiene una expresión colectiva en relación con la posibilidad de modificaciones estructurales de las comunidades.

Serrano-García y Bond (1994) se preocupan porque en los Estados Unidos la participación (en el sentido de inclusión) ha sido implementada de tal manera que ha excluido aspectos importantes de la potenciación: a menudo la actividad de facilitación se ha fundamentado en la potenciación de los individuos dentro de los grupos, sin tomar en cuenta la naturaleza particular de estos grupos en sí. Así los grupos latinos y otras agrupaciones étnicas, las mujeres que trabajan en temas relacionados con el género, las personas caracterizadas por orientaciones sexuales alternas y otros, no han sido “particularizadas” en términos de su membrecía en estos grupos con relación a sus necesidades, fortalezas, valores y tradiciones. Igualmente, dentro de estos grupos puede haber subgrupos marcados por diferencias de clase, origen y experiencia.

2.3. La problematización de las metas de las intervenciones

En esta sección he desarrollado el papel de la problematización en la elaboración de las metas y los planes de acción de los miembros de un grupo o comunidad. Me he referido a actores tan disimulares como facilitadores sociales y a pensadores como Jean Piaget, un psicólogo que ha dedicado su obra al desarrollo de la cognición humana. Lo que todos tienen en común es que se han preocupado por el proceso dialéctico de la toma de conciencia.

Como un ejemplo de este tipo de problematización, Stein, Ward y Cislo (1992) hablan de un problema de inclusión comunitaria, en este caso, aulas universitarias que fueron cerradas para personas con ciertos tipos de impedimentos. Una facilitación comunitaria podría intentar abrir estos espacios. No se trata solamente de facilitar la satisfacción de las necesidades de ciertos subgrupos cuya participación ha sido marginada de los procesos de la mayoría. En algunos casos el derecho de participar debe ser discutido y problematizado entre todas las PI en un programa o proyecto social. Estas personas pueden pertenecer a grupos que normalmente se excluyen de las negociaciones participativas. Stein y sus colaboradores testimonian como el aula universitaria puede incluir personas con problemas de enfermedad mental severos. Entre los elementos de la facilitación de esta experiencia encontramos la generación de un ambiente social que aumente los vínculos sociales (de “ayuda mutua”) entre los participantes y disminuya las ventajas del “status”, que proviene del manejo de capacidades e información.

Esta necesidad de problematizar tanto la participación (en este caso, la inclusión) como el derecho a la diferencia requiere una consideración sobre la naturaleza de la problematización y su relación con la potenciación. Fuks (1997) habla de la “des-naturalización” del conocimiento, en un sentido similar a la “problematización” de Freire, que consiste en el re-descubrimiento de un saber ya conocido. Éste es un proceso que sólo puede ocurrir cuando interlocutores diferentes hablan, cara a cara o por medio de múltiples vías como cartas, libros, películas, internet, etc. Cuando Sócrates hablaba con los portadores de la fe en Atenas, la conversación era imposible, en parte debido a la intransigencia de éstos últimos. Para ser efectiva, la problematización tiene que desarrollarse en un contexto lingüísticamente compartido entre todos los participantes. Es casi un problema retórico: es necesario desarrollar referentes extra semánticos compartidos entre los participantes. Es decir, el sentido de palabras como equidad, libertad y justicia tienen que negociarse en un ambiente de buena fe para llegar a acuerdos básicos antes de cuestionar las diferencias.

Esta práctica, originada en el trabajo de Paulo Freire, es casi socrática: el facilitador guía a los participantes para que lleguen a articular lo que “siempre sabían”. Socrates creía que las personas nacían con el conocimiento pero luego olvidaban; sólo hacía falta inducirlas a recordar. Por medio de la formulación progresiva de preguntas, Socrates guiaba a su interlocutor en un proceso de toma de conciencia, por ejemplo, pudo guiar al esclavo de un amigo a darse cuenta de que si los tres lados de un triángulo tienen igual tamaño, los ángulos del triángulo también serán iguales.

En un sentido similar, en el proceso de alfabetización, cuando Freire (1972a, 1972b 1978) facilitaba la contextualización del vocabulario estudiado, a veces los participantes hacían aflorar un conocimiento, para ellos ideológicamente oculto, que "siempre sabían". Las personas que participaban con Freire se “dieron cuenta” de aspectos obvios de sus vidas que habían pasado por alto en sus faenas diarias: pudieron articular el “conocimiento” de que la tierra que siembran y de donde cosechan no era suya, y que los dueños de la tierra no la trabajaban porque vivían en la ciudad en condiciones mucho mejores que las que tenían los campesinos. El final del proceso ocurre cuando los participantes pueden reconocer que este sistema de repartición de bienes no es justo.

Ferullo (1991) refiere al fenómeno de “pensar juntos”. En un sentido similar Wiesenfeld (1996) habla de “desconstrucción” como un proceso en que la identidad personal de los habitantes de los barrios es reinterpretada, poniendo en duda los estigmas que antes eran “naturales” sobre el lugar donde viven. Nociones denigrantes sobre los barrios son reconstruidas por sus habitantes. Dice Wiesenfeld:

“En este sentido podemos observar cómo el interjuego entre distintas versiones del barrio va creando las condiciones de la posibilidad para el desmantelamiento de la noción del estigma hacia aquél (p. 69).

En un proceso de cuestionamiento que Wiesenfeld (1996) llama “un ciclo abierto de aspiraciones y realizaciones en función del distanciamiento del estigma y subsecuentemente, de la acomodación al entorno” (p. 70), las personas pueden darse cuenta de sus contradicciones. Para que el diálogo sea fructífero, hace falta la posibilidad de que ocurra algo que sorprenda a los participantes (Fuks, 1997).

Me parece interesante incluir también a Piaget en estas páginas sobre la problematización. Si para Freire la problematización es un proceso colectivo, Piaget la considera desde el punto de vista individual. Para Freire es una acción política y para Piaget es un mecanismo en la maduración cognitiva de los niños. Las dos posturas son notablemente distintas, pero tienen varias características en común. Ambos enfoques son dialécticos en el sentido de proponer la combinación novedosa de preconcepciones distintas entre sí. Ambos visualizan una progresión hacia la capacidad de pensar de maneras más viables, informadas e, inclusive, éticas.

Piaget (1976) utiliza la noción de "toma de conciencia" para referirse a la lógica de maduración cognitiva. Describe el esfuerzo progresivo del niño para entender su mundo. El niño llega a entender un fenómeno (como la trayectoria de una pelota) porque existe una contradicción entre, por un lado, su experiencia motora y perceptiva, es decir la praxis de lanzar la pelota, y por el otro, su comprensión lingüística de la relación entre sus propios movimientos físicos y los resultados que él provoca. La toma de conciencia "aparece ... como un proceso de conceptualización que reconstruye y luego sobrepasa, en el plano de semiotización y de la representación, lo que había adquirido en el de los esquemas de acción" (Piaget, 1976, p. 263-264). Antes de entender un fenómeno, el niño debe corregir las contradicciones que desestabilizan los esquemas que ha formulado sobre los objetos que observa y manipula.

En el caso de la toma de conciencia piagetiana, se trata sólo de procesos cognitivos, dejando fuera los aspectos afectivos. La problematización comunitaria y evaluativa no distingue entre lo cognitivo y lo afectivo y sin embargo es fascinante especular sobre la posibilidad de combinar los dos enfoques: a) la combinación dialéctica de la experiencia (praxis), la capacidad lingüística en Piaget, y b) el proceso de reflexión que sigue la praxis en la Investigación Acción Participativa (IAP). En ambos casos existe un proyecto (lanzar una pelota en el caso de Piaget, o construir un pozo en la IAP) que puede fracasar si los actores no han entendido el discurso relevante a su misión. La gradual aproximación de los dos tipos de acción (física y lingüística) es importante en ambos enfoques. No voy a forzar la comparación, pero me parece un terreno fértil para la Evaluación Participativa.

Ackerman (1989) también habla de lo que llama “fenomenología moral” (p. 6) en que las respuestas más importantes ocurren cuando la persona (como sujeto) asume sus posturas éticas, epistemológicas y ontológicas en la soledad de su responsabilidad individual. Esta soledad no niega la importancia de las conversaciones. En realidad, el sujeto en cuanto tal no podría existir sin ellas, como ha dicho muchos pensadores (Hegel, Freud, Habermas entre otros).

Entre las técnicas de facilitación para producir procesos de problematización podemos mencionar la devolución sistemática, que es “..un proceso continuo que se origina en la generación conjunta de experiencias y conocimientos entre agentes externos y comunidades” (Giuliani, 1997, p. 39). Cuando el facilitador “devuelve” los resultados de una encuesta, foro u otra actividad a los miembros de la comunidad, está proponiendo una construcción compleja de información. Dos de los procesos que ocurren en la devolución son el parafraseo y la condensación. En el primero, el facilitador emplea nociones utilizadas por los miembros de la comunidad, pero cambia el vocabulario utilizado. En el segundo, las experiencias desconectadas pueden unirse en una sola unidad de sentido por medio de la inserción de palabras abstractas, o de conceptos que ayuden a los miembros a entender los procesos que están viviendo. Si las personas involucradas han estado describiendo sus dificultades de hablar con funcionarios y otros problemas relacionados con la necesidad de hacerse escuchar, el facilitador puede resumir sus experiencias diversas con la observación: “Me parece que tenemos que trabajar con la acertividad.” Es una palabra que las PI pueden emplear a continuación y que sintetiza sus diversas experiencias. Este tipo de poderación colectiva, guiada por un facilitador, tiene por propósito cuestionar saberes “naturales” (es decir ideas que nunca han sido cuestionadas y han llegado a considerarse normales o indudables), como por ejemplo: la creencia en que no se puede confrontar a las autoridades y funcionarios que se niegan a escuchar y responder a las peticiones de los ciudadanos que solicitan su intervención oficial.

Las evaluaciones participativas se encuentran a menudo con la intransigencia de grupos con distintos puntos de vista. También puede ocurrir que los participantes asumen de antemano que existen acuerdos que luego resultan ficticios. Sin embargo, el ciudadano de un estado liberal está en la obligación de buscar compromisos que conducen a la coexistencia. Esto es lo que Ackerman (1989, p. 10) llama “la suprema imperativa pragmática”.

III. ASPECTOS FACILITATIVOS DE LA EVALUACIÓN

Toda Evaluación Participativa es interventiva. Es imposible interactuar con los participantes en un proyecto de intervención psicosocial sin producir cambios entre ellos. El sólo hecho de formular preguntas conduce a la elaboración de respuestas e ideas nuevas. A continuación analizaré la relación entre la EP y la estrategia interventiva/evaluativa de la Investigación-Acción-Particiapativa (IAP). Ambos modelos incorporan en el proceso evaluativo, aspectos de la participación, la potenciación y la problematización y cuestionan el contexto “científico” tradicional.

En Guba y Lincoln (1989) los autores proponen un modelo construccionista de la EP; éste es el modelo de los “círculos hermenéuticos”, es decir, las construcciones sociales individuales que las personas involucradas (PI) comparten. Puede haber en un proyecto múltiples círculos hermenéuticos. Es tarea del facilitador reconocer las construcciones principales e identificarlas con las personas que las han producido. Efectivamente, según el modelo de estos autores, en el proceso de elaborar una muestra de participantes, al mismo tiempo se están identificando las construcciones sociales que éstos tienen. La identificación de estos círculos constituye la base para organizar grupos de careo donde los participantes pueden negociar sus diferencias y llegar a acuerdos dialécticamente elaborados. Señalan los autores que la postura construccionista es incompatible con la neutralidad ética e ideológica de la ciencia física, que conduce a la elucidación de verdades nómicas y universales donde los científicos no tienen incumbencia moral. Dice también Fals-Borda:

“La racionalidad instrumental, que frecuentemente soslaya la vida común, ha acumulado un potencial mortífero.... Los científicos corrientes pueden descubrir como viajar a la luna, pero sus prioridades y valores personales no les permiten resolver los problemas embrollados de una mujer pobre que tiene que caminar en búsqueda de agua todos los días” (2001, p. 29).

En cambio, las conclusiones de un proyecto construccionista y participativo de evaluación se derivan de negociaciones en que el evaluador tiene que asumir su responsabilidad, no sólo referente al rigor de su metodología, sino también a las consecuencias de su actuación. Fals-Borda habla de “compromiso inspirado por la praxis” (2001, p. 29), y una combinación de la ética, el conocimiento académico, la sabiduría popular, lo racional, lo existencial y lo regular (p. 32).

En el sentido metodológico, los evaluadores “responsivos” (Guba y Lincoln, 1989) confrontan a todos los miembros involucrados con todas las aseveraciones, preocupaciones y problemas (“claims, concerns, issues”) que se negocian en varias etapas del careo intersubjetivo (“iteración” y “reiteración”). En este proceso el facilitador no funciona como árbitro, sino como un potenciador de todas las posiciones y como una fuente de herramientas para la resolución de los problemas. En un caso dado podría ayudar a buscar más información; en otro, podría ayudar al exponente de una posición a sobreponerse a su timidez para poder hablar en público.

El objetivo final del modelo de Guba y Lincoln (1989) es la construcción de una posición que resulte de la interacción dialéctica de todo lo que está involucrado en el programa, incluyendo los conflictos no resueltos. El evaluador no es el autor de un informe privilegiado, es más bien el facilitador de un proceso que teóricamente no tiene fin. Al mismo tiempo que maneja información, concierta acuerdos y promueve cambios en el sistema evaluado.

En un sentido muy similar la IAP, (Salazar, 1992) propone ciclos de cambio comunitario y EP. (En cambio el modelo In-In --Serrano-García, 1992-- niega lo secuencial de las fases activas y evaluativas en una intervención.) Los ciclos repetitivos de actividad “reflexión – acción” comienzan con un proceso comunitario de ponderación colectivo en que el grupo involucrado considera las condiciones actuales en que éste se encuentra y una visión del futuro sobre cómo desean que sean. Por medio de conversaciones, fotografías, historias orales y la recuperación de la memoria colectiva, se rescata la historia local de los grupos donde se trabaja y se contrasta el resultado con la “historia oficial” escrita por partidarios de la educación dominante. Con una visión del pasado que encarne las vivencias remotas y que tenga eco con los presentes, se esclarecen muchos proyectos futuros. Ciertas metas son seleccionadas y el grupo considera lo que tiene que hacer y los recursos que hacen falta para lograrlo. Elaboran un proyecto concreto y lo ponen a prueba en la fase de la praxis, luego evalúan los resultados de manera colectiva y obtienen un nuevo plan de acción. Es requisito cardinal involucrar a participantes diversos y representativos, y promover la “potenciación” del grupo en el sentido de aumentar su complejidad, inclusión, efectividad y poder colectivo. Metas importantes son tanto el logro de reivindicaciones sociales como cambios estructurales. Cualquier técnica (censos, encuestas, foros, obras teatrales, exhibiciones y otros.) es aceptable mientras que el poder de decisión no se aísle de la comunidad, pero los métodos cualitativos generalmente son los preferidos. Las evaluaciones no son generalizables a otros contextos ya que se basan en la íntima reflexión de los grupos afectados, aunque recientemente Fals-Borda (2001) ha recomendado el estudio de “casos significativos” y estudios macro para lograr resultados más extendidos.

La ciencia emergente que describe Fals (1992) promueve la construcción de una nueva ciencia, no sólo de la evaluación sino teórica también, con relación a la naturaleza de los grupos, el desarrollo económico y social, la convivencia y la autodeterminación. El “buen sentido” gramsciano se manifiesta tanto en la creación de un saber más humanizado como en la elaboración de un proceso en que factores como el desarrollo, la convivencia y la autodeterminación se plasman en comunidades y programas efectivos y funcionales. La metodología de la reflexión-acción incorpora la evaluación crítica, interactiva y emancipatoria.

Este tipo de construcción colectiva no es separable de la evaluación participativa. Los modelos de Guba y Lincoln, por un lado, y de Fals-Borda por otro, incorporan aspectos importantes como: a) la participación de todos los involucrados, b) la búsqueda de construcciones sociales nuevas y su transformación, potenciación y transmutación en nociones colectivas capaces de generar acciones concretas y c) el aumento de la efectividad y creatividad de las acciones colectivas e institucionales. En el mismo tono Lincoln (2001) señala que el construccionismo y la IAP comparten: a) un impulso hacia la acción, b) preocupaciones con el tema de la justicia social, c) una nueva relación entre el investigador y los demás participantes, d) presión por parte de las universidades para incluir la participación entre los temas estudiados, e) mandatos éticos que incluyen la necesidad de actuar de manera participativa y f) nuevas epistemologías que tienden hacia el “aprendizaje mutuo”.

IV. REFLEXIONES FINALES

En conclusión podemos considerar la necesidad de ir elaborando nuevos modelos participativos de la evaluación de proyectos psicosociales. Esta tarea involucra no sólo la creación de procedimientos y métodos investigativos, sino consideraciones sobre: a) cómo influir en la redistribución del poder de las personas involucradas, b) cómo facilitar la intersubjetividad para promover los derechos a la igualdad y la diferencia, c) cómo potenciar la sofisticación de las construcciones sociales elaboradas en las evaluaciones, d) cómo pasar de las construcciones individuales a las colectivas sin perder la individualidad de los participantes, e) cómo manejar situaciones de conflicto (y agendas ocultas) sin perder la intersubjetividad de todos los involucrados y f) cómo lograr el consenso de todos los participantes para modificar oportunamente los programas existentes y producir programas nuevos y “responsivos”. La lista de puntos en esta dialéctica es interminable, porque la resolución de uno de ellos sólo conduciría a la creación de nuevos temas a solventar. Concluiré este capítulo con un pensamiento final: la tarea que he asumido no es sólo un ejercicio limitado a programas de intervención individuales, sino un cometido que se ubica en el centro del proceso democrático de la autogestión.

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